La semana pasada, Bruselas exigía al Gobierno una mayor vigilancia y control de las cuentas autonómicas, señalando implícitamente algo que la opinión pública española tardó varias décadas en asumir: nuestro sistema autonómico es derrochador, caótico y disfuncional. Las autonomías han beneficiado tan sólo a unas oligarquías políticas regionales, que aprovecharon el río revuelto para edificar su cortijo y repartir favores a los amigos. Un fracaso estrepitoso, que sólo puede explicarse por el nefasto diseño institucional que improvisaron esos torpes, o demasiado hábiles, artífices de la Transición.
Siempre se hurtó a la opinión pública un debate serio, profundo y racional sobre las ventajas y desventajas de la descentralización. Nadie expuso los objetivos ni explicó la compleja arquitectura institucional necesaria para que el proceso autonómico pueda aportar ventajas al ciudadano. El público tuvo que conformarse, como casi siempre en España, con un discurso plagado de consignas, una letanía de insensateces y majaderías que podía resumirse en la definición de la Autonomía como un impreciso “derecho” o un “decidido avance” hacia algún lugar nunca determinado.
Sin embargo, la discusión sobre los pros y contras de la descentralización es antigua y compleja. Un debate que cristaliza hace más de 200 años, cuando los fundadores de los Estados Unidos pretenden establecer un sistema democrático que reúna las ventajas de un país grande y las de un país pequeño. Que combine mejores posibilidades de defensa, economías de escala en los servicios comunes y mayor comercio interior, propios de una gran nación, con esa acrecentada capacidad de los electores para vigilar y controlar a sus gobernantes en un ámbito reducido y cercano. Las dificultades para coordinar los diversos escalones de gobierno y para diseñar los delicados mecanismos de equilibrio entre las inevitables fuerzas centralizadoras y disgregadoras quedarían compensadas por una más intensa exigencia de responsabilidades de votantes a dirigentes en territorios más pequeños.
Por el contrario, en España se puso en marcha un modelo descentralizador deficiente en coordinación, carente de equilibrios, fuertemente tendente a la disgregación y, para colmo, con unos mecanismos democráticos que, siendo muy defectuosos en el entorno nacional, funcionaban todavía peor en el ámbito autonómico. Se diría que no estaba previsto que los políticos rindiesen cuentas a los ciudadanos. Más bien al contrario.
Democracia más imperfecta en demarcaciones pequeñas
Esa idea de que la democracia se perfecciona en unidades políticas pequeñas posee un fuerte arraigo en la historia del pensamiento, quizá influido por el ideal de la polis griega. Allí la gente se conoce mejor, existe más información sobre la acción de los gobernantes y un trato más cercano entre representante y representado. Sin embargo, este argumento sólo es válido cuando el diseño institucional es adecuado y los mecanismos de control democrático son eficaces. En caso contrario, los políticos regionales pueden resultar todavía menos controlables por los ciudadanos y el proceso descentralizador cae por su propio peso.
En un sistema político como el español, carente de mecanismos de representación directa, basado en privilegios e intercambios de favores y con medios de comunicación dominados por los gobernantes, los vicios y defectos de la política nacional tienden a reproducirse, ostensiblemente aumentados y agravados, a nivel autonómico. La descentralización de un régimen de acceso restringido genera unas unidades autonómicas todavía más cerradas, basadas en el clientelismo más extremo y en un intenso reparto de rentas. Un caciquismo de nuevo cuño que crea nuevos problemas sin resolver los antiguos.
Los políticos regionales soslayan con mayor facilidad los controles democráticos pues ejercen enorme influencia sobre los medios de comunicación locales, más frágiles y dependientes de concesiones o subvenciones. La supervisión de los ciudadanos es muy débil pues, ante la enorme dificultad para separar competencias y responsabilidades, muchos electores tienden a votar en clave nacional, con independencia de la gestión autonómica. Además, en un espacio más pequeño existe una mayor interacción entre agentes públicos y privados, favoreciendo notablemente el clientelismo y la corrupción.
Los políticos autonómicos experimentan una irresistible tendencia al despilfarro ya que no necesitan tomar la impopular medida de subir los impuestos. Mejor vía es la presión, incluso el chantaje, en la negociación sin descartar el uso de la demagogia victimista. Y saben que, en caso de bancarrota, el Estado responderá del desaguisado. Tienden a promulgar una legislación abusiva, tremendamente extensa, compleja, ambigua y contradictoria, que dificulta el establecimiento de empresas y la creación de empleo, con el objetivo de favorecer la discrecionalidad en las decisiones públicas.
Un proceso absurdo y desintegrador
El sistema autonómico ha generado unos incentivos políticos incompatibles con los intereses de los ciudadanos, creando un caldo de cultivo donde dominan las fuerzas centrífugas y desintegradoras, no necesariamente adscritas a planteamientos nacionalistas. El masivo traspaso de competencias a las autonomías, sin límite ni orden, fue favorecido por los partidos mayoritarios al comprobar que crecía así exponencialmente el número de puestos para colocar a sus militantes, simpatizantes, amigos y familiares. Y las oligarquías regionales suelen mostrar gran interés en fomentar diferencias y peculiaridades, inventándolas cuando no existen, pues es una vía para conseguir más poder, más presupuesto y una coartada para ejercer cierto dominio ideológico sobre sus súbditos.
La descentralización de un país no es positiva o negativa en términos abstractos: depende de su diseño y de las instituciones políticas imperantes. Es una fórmula muy compleja, con ventajas e inconvenientes, que debe crear complicados mecanismos generadores de incentivos correctos, fijar un reparto de competencias que fomente la eficiencia, la coordinación y el equilibrio de fuerzas contrapuestas y establecer vías adecuadas que garanticen la responsabilidad y la rendición de cuentas en cada escalón de la administración. Desencadenar el proceso de manera improvisada, como resultado de apaños y componendas entre partidos, en el marco de un sistema político sin separación efectiva de poderes ni mecanismos eficaces de control del poder y dejarlo al albur de futuros intercambios de favores entre políticos era la receta perfecta para desembocar en el desastre.
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