Angela Merkel y Mariano Rajoy son una  pareja sadomasoquista en la que ella pone el sado y él el maso. Así que cuando  la canciller azota el culo del gallego, nos castiga a todos los españoles por  haber sido malos. Lo que al principio parecía un juego inocente, una mera  representación de burdel democristiano, ha devenido con el tiempo en porno duro  de casa de putas ultraliberal. Ahora los látigos son de verdad, los moratones  auténticos y si bien es cierto que usted y yo no hemos hecho nada para llegar a  esta situación de mierda, Merkel y Rajoy, dos perversos de los que hacen  historia, están logrando que nos lo creamos hasta el punto de que ya hay voces  procedentes de la derecha y la extrema derecha que piden más castigo en sus  editoriales y artículos de fondo.
—Hemos sido malos, seño, péguenos, péguenos. Así, así, más fuerte,  agggg, qué gusto. ¿Da usted su autorización para que eyaculemos?
Y ahí está la madame, ataviada de correas y hierros, dándonos fuerte  en el IVA, en las pensiones, en la paga extraordinaria, en la prestación de  desempleo, dejando caer cera fundida sobre los pezones de los enfermos  terminales, clavando agujas en la educación, en la justicia, aplicando  corrientes eléctricas en las condiciones de trabajo y en las descondiciones del paro. Y todo le parece poco, pues cada día se presenta  con un nuevo instrumento de tortura sin que la prima de riesgo afloje por eso su  presión o las Bolsas nos den un respiro.
En cierto modo, las relaciones entre Merkel y Rajoy metaforizan las  existentes entre los países del norte y los del sur de Europa, que se casaron en  un rapto de locura política de consecuencias trágicas sin hacer siquiera  separación de bienes (juntamos lo tuyo y lo mío y lo llamamos euro). La sociedad  de gananciales, a la hora de la separación, crea tantas complicaciones que hay  parejas que prefieren seguir juntas sin amor a divorciarse. Europa y España ya  no se quieren, quizá no se han querido nunca, pero como el piso en el que  vivimos es de las dos, no queda otro remedio que aguantar. Nos podemos ir de  casa, claro, pero para vivir en un camping, que no es plan.
Rajoy ganó las elecciones con un programa de dos patas: según la primera,  él era un hombre medicina, un brujo, de modo que su mera presencia en la  habitación del moribundo le haría revivir. De acuerdo con la segunda, era  también un latin lover ante el que la dura Merkel, hija de un pastor  luterano y formada en las Juventudes Comunistas de la RDA, caería rendida como  una adolescente ante George Clooney. Ignoramos quién pudo convencerle de que  tenía una gracia que no se podía aguantar, pero lo cierto es que Rajoy  transmitió al contribuyente la idea de que él, al contrario de Zapatero, gustaba  mucho a la señora Merkel, de quien procede todo el bien y todo el mal al que un  europeo puede aspirar en función de sus gustos y disgustos.
—No es cuestión de programa político —vino a decir Mariano—, es cuestión de  seducir o no seducir a los mercados y a la señora Merkel. Cuando yo gobierne,  los inversores nos pedirán de rodillas que les dejemos invertir en nuestro  suelo.
Se le votó por eso, pues conociendo a la canciller tampoco resultaba del  todo inverosímil que bebiera los vientos por un sujeto con maneras de auxiliar  administrativo de los de vuelva usted mañana y aquí faltan dos pólizas. Al fin y  al cabo, la señora, como hemos dicho, viene de la religión y del comunismo, un  corsé explosivo de burocracia ciega y obediencia irracional al mando. Más dudoso  era que Rajoy se enamorara de Merkel, no le concedemos esa capacidad, la de  enamorarse, pero creímos que podía fingir el orgasmo por patriotismo.
El fingimiento, de hecho, no se le da mal: nos hizo creer que la crisis era  de confianza y que subir el IVA de “los chuches” constituía una indecencia y que  las niñas que nacieran bajo su mandato serían, sin excepción, rubias y de ojos  azules. No dijo una verdad, una sola, pero logró que aceptáramos la mentira como  animal de compañía, de modo que desde entonces nos acostamos con ella, nos  levantamos con ella y la sacamos a pasear varias veces al día para que la  mentira haga sus necesidades, que recogemos en una bolsita de plástico con la  que volvemos a casa para comérnosla frente a la tele. Estamos comiendo mierda  por un tubo.
Esto de que Rajoy mintiera sin rubor y a todas horas, incluso cuando la  mentira careciera de objetivo sexual o político reconocible, conectaba  oscuramente con la idiosincrasia del español medio, pues si Merkel, como se ha  dicho, viene de las Juventudes Comunistas, nosotros venimos de la novela  picaresca. Quiere decirse que necesitábamos un listillo capaz de hacer creer a  los tontos centroeuropeos que estábamos concediéndoles un crédito cuando en  realidad se lo estábamos solicitando. Y la verdad es que Rajoy creyó haberlo  logrado, pues volvió de uno de aquellos viajes a territorio hostil jactándose de  haberles hecho la picha un lío a todos, lo que celebró marchándose al  fútbol.
La mentira carece de piernas, de modo que le pillamos enseguida, claro.  Pero él, lejos de arredrarse, continuó vendiéndonos la especie de que tenía  completamente sometida a Angela Merkel.
—Hasta me ha invitado a dar un paseo romántico en barco —presumió a través  de sus portavoces, que filtraron profusamente las imágenes de aquel encuentro  vendiéndolas como un idilio en el que la frígida mandataria se había rendido a  los encantos de nuestro latin lover gallego, valga la  contradicción.
Lo del paseo en barco, visto con perspectiva, constituyó uno de esos  momentos en los que el sádico levanta ligeramente la presión sobre el masoquista  para atizarle más fuerte después. Y nos atizó, vaya si nos atizó, con todas las  medidas que Rajoy desgranó en el Parlamento reconociendo que no eran suyas  porque él era un mandado.
—No tengo libertad para escoger.
En efecto, había devenido en un esclavo sexual de la señora. Lo lógico es  que ante esa falta de autonomía intelectual y política, hubiera dimitido. Pero  se ve que le ha cogido gusto al maso, que practica fuera, con Merkel, y al sado,  que practica dentro, con usted y conmigo. Y a aguantar. Lo que hace falta es que  sea para bien.
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