Encapsulado en no se sabe qué remordimientos, el ex Presidente del Gobierno tiene cicatrices en el alma.
Perdonavidas titula Ignacio Camacho su columna en ABC dedicada a las confesiones realizadas por el ex Presidente del Gobierno de España al escritor Juan José Millás para un reportaje-perfil en El País (Felipe González: "Me resisto a ser un tertuliano; no soy un profesional para opinar de lo que sé y de lo que no sé")
Camacho comienza:
Camacho comienza:
EL debate sobre los GAL está superado por la sociedad española, está políticamente depurado en las urnas, pero no está prescrito en el Código Penal. Felipe González debería recordarlo cuando hace escabrosas confesiones implícitas que sugieren su responsabilidad en la autorización de la guerra sucia [Felipe González: "Tuve que decidir si se volaba a la cúpula de ETA. Dije no. Y no sé si hice lo correcto"], y más ahora que ya no conserva inmunidad parlamentaria. Pero el veterano «jarrón chino» continúa sin encontrar su sitio en las estanterías de su propia posteridad.Y continúa:
González tiene cicatrices en el alma y guarda una amarga melancolía del poder. Le puede la tentación de concederse protagonismo, aunque sea a base de miradas retroactivas sobre la bruma de un pasado que ya sólo le puede importar a algún juez deseoso de abrir los armarios polvorientos donde se almacenan —literalmente— los cadáveres de la razón de Estado.
Ese Felipe perdonavidas encapsulado en no se sabe qué remordimientos —¿le duele de veras no haber mandado asesinar a la cúpula terrorista? ¿Puede un gobernante democrático confundir un secuestro con una detención?— se ha colado con sus rencores tardíos en una escena pública obligada a trascender los resquemores de un exdirigente amortizado.
Sus reflexiones tienen interés histórico y morbo político, pero el debate nacional no puede enrocarse en esos viejos demonios que forman parte de páginas pasadas. Por sugestivo que resulte ese material para el memorialismo de una época, de nada sirve convertirlo ahora en el centro de una polémica política y mediática que distorsiona el enfoque de otros problemas mucho más aflictivos y urgentes.
Ninguna nación ha solventado su futuro a base de ajustes de cuentas —dudosos, por otra parte— con estatuas de sal momificadas en el retrovisor de la Historia. No es probable que González, en sus displicentes incursiones por la memoria borrosa de episodios que no le convendría resucitar, estuviese pensando en levantar cortinas de humo sobre la actualidad incierta de un país atribulado por el estancamiento económico y la quiebra social.
Es demasiado soberbio para esa estrategia; más bien parece dominado por un ensimismamiento de arrogancia, embalsamado en la historicidad que se confiere a sí mismo. Por eso es inconveniente concederle a su nostalgia la capacidad de determinar una agenda que necesita de otras prioridades.
Incluso para hacerle justicia objetiva; el fracaso del zapaterismo ha engrandecido por contraste el recuerdo de aquella etapa de gobernanza, pero las luces que prevalecen del felipatoson las de su inicial impulso de modernización estructural y las del pragmatismo con que supo arrinconar la adolescencia ideológica, no las de la turbia degradación de abusos de poder, corrupción institucional y terrorismo de Estado.
Si hubiese que escoger entre esa ciénaga final y esta amenazadora ineptitud, al menos los de ahora siempre podrán presumir de tener las manos limpias.
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