El ex director del CNI, Alberto Saiz (Efe)Mentiría si no empezara esta pequeña muestra de desahogo personal diciéndote que hoy es un gran día para el Centro Nacional de Inteligencia. Y que estoy feliz. El sueño de muchos compañeros se ha hecho realidad: por fin te vas –bueno, te sacan a patadas, aunque es cierto que tenían que haberte sacado mucho antes-. En realidad no tenían que haberte renovado. Cuando lo hicieron, una densa nube de pesar cayó cobre todos nosotros, porque muchos habían puesto demasiadas esperanzas en esa ‘no renovación’ y en la corriente de aire fresco que supondría tu relevo por un tipo de director “normal”.
Aquella renovación, ¡qué larga la mano de tu íntimo Pepe Bono!, puso a no pocos compañeros al borde de la desesperación: ¡otros tantos años atados al carro de un personaje tan arbitrario como tú…! Y algunos decidieron empezar a tirar de la manta, porque no podían aguantar más, no podían soportar más tiempo el cúmulo de horrores en que has convertido al CNI. Unos valientes, que han corrido muchos riesgos. No es mi caso. Yo he sido un cobarde que no se ha atrevido a dar la cara. En realidad ni siquiera me atrevo ahora, cuando ya es oficial tu decapitación, y todavía hoy me acojo al anonimato, tengo bocas que alimentar en casa, cuando desde este medio me piden que exprese mis sentimientos por lo ocurrido.
Ahora sí, en las últimas fechas yo también era uno de los muchos que galleaba y se mostraba dispuesto a hablar: quería declarar en sede parlamentaria, quería que me citaran, que me llamaran. Nada de declarar en un cuarto oscuro ante “los de Seguridad” y sin abogado, violando todo tipo de derechos constitucionales, como has hecho tantas veces con tantos compañeros caídos en desgracia, como hiciste conmigo a mi vuelta de una importante embajada, tras veintitantos años de servicio, un expediente inmaculado y un par de condecoraciones. Sí, también yo quería subirme a última hora al carro de los vencedores, porque en la Casa era un clamor que habías perdido la batalla y estabas muerto. Nada ni nadie podía ya salvarte.
Y conste que yo fui uno de los que te apoyaron al principio. Fui uno de los muchos a los que engañaste con tu discurso inicial. Eres guapetón, tienes presencia, voz bien timbrada, aspecto agradable. Creaste muchas expectativas. “Dejo abiertas de par en par las puertas de mi despacho para todos aquellos que tengan algo que decirme…” Y muchos te creímos. Tanto te creímos que hasta te dirigimos cartas denunciando fallos y apuntando medidas correctoras que podían traducirse en una mejora de los servicios que prestamos a la nación. Porque esta es la única libertad de expresión que tenemos reconocida por el Estatuto del Centro. Puede parecer increíble, pero es así: no podemos reunirnos, protestar o sindicar. Todo son “faltas muy graves”. Solo podemos, solo podíamos, escribirte a ti, Alberto, que con gran diligencias colocabas las cartas en la papelera.
Lo descubrimos pronto, cuando con el paso de los días las ansiadas cartas de respuesta, siquiera verbales, comenzaron a brillar por su ausencia. ¿Te ha contestado?, era la pregunta más común en los pasillos: “A mí, no”; “pues a mí, tampoco, y lo mismo le pasa a fulano y mengano”. Tú te pasabas las cartas por tu arco del triunfo. Y pronto empezaron a hacer acto de presencia tus arbitrariedades, tus demostraciones de soberbia gratita, tu fatuidad, el ridículo engreimiento propio del incapaz que se sabe bien respaldado en las alturas del Poder.
Vinos de La Mancha y un Tuareg todoterreno
Empezaste, ¿recuerdas?, por preguntar los vinos que se consumían en los almuerzos y recepciones del Centro. ¿Qué vinos se sirven aquí? Y cuando te respondieron con los nombres de las dos o tres bodegas al uso, dijiste que “a partir de ahora en esta Casa se servirán vinos de Castilla-La Mancha, que ya está bien de Rioja y Rivera”. Querías promocionar los productos de tu tierra, hacer patria, y qué casualidad, desde entonces se han estado sirviendo los caldos de una importante bodega albaceteña muy bien conectada –quiero suponer que solo por razones de amistad- con tu protector Bono, y se han regalado con profusión en Navidad en cajas de tres botellas, con la etiqueta del CNI y todo. Un lujo para tus amigos bodegueros.
Y seguiste con el coche oficial. A ti no te valía ninguna de las marcas que habían utilizado los anteriores directores del Centro. Tú querías algo distinto, distintivo, con estatus, que hiciera honor a la importancia de tu cargo. En realidad querías dos coches: uno para los desplazamientos oficiales, y otro para tus fines de semana en el campo. Por eso necesitabas un todo terreno, y por eso se te compró un Tuareg, para que pudieras llevar a la familia con comodidad los fines de semana a tu campo castellano-manchego.
Comprenderás que todos estos desafueros -los citados son apenas un botón de muestra-, comenzaron a crear un caldo de cultivo muy contrario a tu persona y muy crítico contigo. La gente fue pasando de la sorpresa al asombro y del asombro a la indignación. Pero nada se podía hacer. Estamos atados de pies y manos por un Estatuto del Personal del CNI que niega derechos fundamentales básicos a los miembros del Centro y que impide toda posibilidad de canalizar el descontento y advertir a los poderes públicos que cualquier tropelía que se esté cometiendo en él. Este es el reino de los horrores, el paraíso de la opacidad, el oasis de cualquier clase de desmán.
Te equivocaste gravemente, Alberto. Te lo dije en algunas de esas cartas que tú enviabas con displicencia a la papelera. Te convertiste en un déspota. Un déspota poco o nada inteligente, porque si hubieras tenido algún sentido de la prudencia, algún elemental sentido de la conservación, hubieras puesto la oreja para escuchar el crepitar de la indignación que bullía en la Casa a cuenta de tus arbitrariedades. Cometiste el error de pensar que los que trabajamos aquí, dedicados en cuerpo y alma a servir a España a menudo en tareas de gran riesgo, ni tenemos valores, ni merecemos respeto, ni somos dignos de ser tenidos en cuenta. Te emborrachaste de poder y soberbia, poniendo en evidencia el mediocre individuo que eres.
Filtraciones más importantes, cosas más peligrosas
Tú sabes, Alberto, que lo que ha salido en los periódicos no es, en el fondo, nada o casi nada. Caprichos de un tipo al que le viene grande el cargo, dispuesto a utilizar medios públicos en su personal y privado provecho. Pero aquí sabemos que hay cosas mucho más importantes. Mucho más peligrosas para ti y para el prestigio del Centro. No diré esta boca es mía, no lo dirá nadie, espero, porque todos tenemos claro el concepto de lealtad debida a la Casa. Solo decirte que hoy nos sentimos muy felices con tu salida. Y encantados de tener de nuevo a un militar al frente del Centro, y eso que la mitad de la plantilla es personal civil. Comentario anteayer de un compañero en pleno pasillo: “A mí tráeme a un general capaz de hablar de los valores que son necesarios para hacer bien el trabajo y entregarse en cuerpo y alma al servicio”.
Todo tiene que ir mejor. Todo debería ir mejor. Por nosotros no ha de quedar. Los desmanes protagonizados por este personaje de bella figura y tristes hechos deberían servir para algo, deberían tener consecuencias. La más importante, en mi opinión, es que la clase política y la opinión pública deberían tener clara la ineludible necesidad de acabar con ese Estatuto del Personal que priva a los agentes del CNI de todos sus derechos constitucionales –de reunión y asociación, entre otros- y que son la gran coartada que hace posible que comportamientos como los denunciados puedan gozar del manto de impunidad que otorga el secretismo. En cuanto a ti, Alberto Saiz, que te vayan dando, y que allí donde vayas encuentres tanta paz como daño देजास
Aquella renovación, ¡qué larga la mano de tu íntimo Pepe Bono!, puso a no pocos compañeros al borde de la desesperación: ¡otros tantos años atados al carro de un personaje tan arbitrario como tú…! Y algunos decidieron empezar a tirar de la manta, porque no podían aguantar más, no podían soportar más tiempo el cúmulo de horrores en que has convertido al CNI. Unos valientes, que han corrido muchos riesgos. No es mi caso. Yo he sido un cobarde que no se ha atrevido a dar la cara. En realidad ni siquiera me atrevo ahora, cuando ya es oficial tu decapitación, y todavía hoy me acojo al anonimato, tengo bocas que alimentar en casa, cuando desde este medio me piden que exprese mis sentimientos por lo ocurrido.
Ahora sí, en las últimas fechas yo también era uno de los muchos que galleaba y se mostraba dispuesto a hablar: quería declarar en sede parlamentaria, quería que me citaran, que me llamaran. Nada de declarar en un cuarto oscuro ante “los de Seguridad” y sin abogado, violando todo tipo de derechos constitucionales, como has hecho tantas veces con tantos compañeros caídos en desgracia, como hiciste conmigo a mi vuelta de una importante embajada, tras veintitantos años de servicio, un expediente inmaculado y un par de condecoraciones. Sí, también yo quería subirme a última hora al carro de los vencedores, porque en la Casa era un clamor que habías perdido la batalla y estabas muerto. Nada ni nadie podía ya salvarte.
Y conste que yo fui uno de los que te apoyaron al principio. Fui uno de los muchos a los que engañaste con tu discurso inicial. Eres guapetón, tienes presencia, voz bien timbrada, aspecto agradable. Creaste muchas expectativas. “Dejo abiertas de par en par las puertas de mi despacho para todos aquellos que tengan algo que decirme…” Y muchos te creímos. Tanto te creímos que hasta te dirigimos cartas denunciando fallos y apuntando medidas correctoras que podían traducirse en una mejora de los servicios que prestamos a la nación. Porque esta es la única libertad de expresión que tenemos reconocida por el Estatuto del Centro. Puede parecer increíble, pero es así: no podemos reunirnos, protestar o sindicar. Todo son “faltas muy graves”. Solo podemos, solo podíamos, escribirte a ti, Alberto, que con gran diligencias colocabas las cartas en la papelera.
Lo descubrimos pronto, cuando con el paso de los días las ansiadas cartas de respuesta, siquiera verbales, comenzaron a brillar por su ausencia. ¿Te ha contestado?, era la pregunta más común en los pasillos: “A mí, no”; “pues a mí, tampoco, y lo mismo le pasa a fulano y mengano”. Tú te pasabas las cartas por tu arco del triunfo. Y pronto empezaron a hacer acto de presencia tus arbitrariedades, tus demostraciones de soberbia gratita, tu fatuidad, el ridículo engreimiento propio del incapaz que se sabe bien respaldado en las alturas del Poder.
Vinos de La Mancha y un Tuareg todoterreno
Empezaste, ¿recuerdas?, por preguntar los vinos que se consumían en los almuerzos y recepciones del Centro. ¿Qué vinos se sirven aquí? Y cuando te respondieron con los nombres de las dos o tres bodegas al uso, dijiste que “a partir de ahora en esta Casa se servirán vinos de Castilla-La Mancha, que ya está bien de Rioja y Rivera”. Querías promocionar los productos de tu tierra, hacer patria, y qué casualidad, desde entonces se han estado sirviendo los caldos de una importante bodega albaceteña muy bien conectada –quiero suponer que solo por razones de amistad- con tu protector Bono, y se han regalado con profusión en Navidad en cajas de tres botellas, con la etiqueta del CNI y todo. Un lujo para tus amigos bodegueros.
Y seguiste con el coche oficial. A ti no te valía ninguna de las marcas que habían utilizado los anteriores directores del Centro. Tú querías algo distinto, distintivo, con estatus, que hiciera honor a la importancia de tu cargo. En realidad querías dos coches: uno para los desplazamientos oficiales, y otro para tus fines de semana en el campo. Por eso necesitabas un todo terreno, y por eso se te compró un Tuareg, para que pudieras llevar a la familia con comodidad los fines de semana a tu campo castellano-manchego.
Comprenderás que todos estos desafueros -los citados son apenas un botón de muestra-, comenzaron a crear un caldo de cultivo muy contrario a tu persona y muy crítico contigo. La gente fue pasando de la sorpresa al asombro y del asombro a la indignación. Pero nada se podía hacer. Estamos atados de pies y manos por un Estatuto del Personal del CNI que niega derechos fundamentales básicos a los miembros del Centro y que impide toda posibilidad de canalizar el descontento y advertir a los poderes públicos que cualquier tropelía que se esté cometiendo en él. Este es el reino de los horrores, el paraíso de la opacidad, el oasis de cualquier clase de desmán.
Te equivocaste gravemente, Alberto. Te lo dije en algunas de esas cartas que tú enviabas con displicencia a la papelera. Te convertiste en un déspota. Un déspota poco o nada inteligente, porque si hubieras tenido algún sentido de la prudencia, algún elemental sentido de la conservación, hubieras puesto la oreja para escuchar el crepitar de la indignación que bullía en la Casa a cuenta de tus arbitrariedades. Cometiste el error de pensar que los que trabajamos aquí, dedicados en cuerpo y alma a servir a España a menudo en tareas de gran riesgo, ni tenemos valores, ni merecemos respeto, ni somos dignos de ser tenidos en cuenta. Te emborrachaste de poder y soberbia, poniendo en evidencia el mediocre individuo que eres.
Filtraciones más importantes, cosas más peligrosas
Tú sabes, Alberto, que lo que ha salido en los periódicos no es, en el fondo, nada o casi nada. Caprichos de un tipo al que le viene grande el cargo, dispuesto a utilizar medios públicos en su personal y privado provecho. Pero aquí sabemos que hay cosas mucho más importantes. Mucho más peligrosas para ti y para el prestigio del Centro. No diré esta boca es mía, no lo dirá nadie, espero, porque todos tenemos claro el concepto de lealtad debida a la Casa. Solo decirte que hoy nos sentimos muy felices con tu salida. Y encantados de tener de nuevo a un militar al frente del Centro, y eso que la mitad de la plantilla es personal civil. Comentario anteayer de un compañero en pleno pasillo: “A mí tráeme a un general capaz de hablar de los valores que son necesarios para hacer bien el trabajo y entregarse en cuerpo y alma al servicio”.
Todo tiene que ir mejor. Todo debería ir mejor. Por nosotros no ha de quedar. Los desmanes protagonizados por este personaje de bella figura y tristes hechos deberían servir para algo, deberían tener consecuencias. La más importante, en mi opinión, es que la clase política y la opinión pública deberían tener clara la ineludible necesidad de acabar con ese Estatuto del Personal que priva a los agentes del CNI de todos sus derechos constitucionales –de reunión y asociación, entre otros- y que son la gran coartada que hace posible que comportamientos como los denunciados puedan gozar del manto de impunidad que otorga el secretismo. En cuanto a ti, Alberto Saiz, que te vayan dando, y que allí donde vayas encuentres tanta paz como daño देजास
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