domingo, 25 de julio de 2021

Arte religioso y barbarie

 

¿En nombre de qué nos caen estas salvajadas? De la lucha de clases, por supuesto, que es como decir una peculiar “guerra santa” contra el cristianismo

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Que constituya rabiosa actualidad la apetencia socialcomunista de volar la enorme cruz cristiana del Valle de los Caídos y esparcir sus cascotes por toda la explanada esclarece con rotundidad el grado de ceguera, enemistad y carencia de pensamiento constructivo que caracteriza a esa ideología. Esa cruz es la más alta del mundo y forma parte de un conjunto monumental de prominente valor histórico, simbólico y estatal. Su destrucción sería una lanzada a moro muerto que encarnaría una venganza fetichista y vicaria, diferida más de sesenta años, cargada de vileza, infatuación y burricie. Y su mejor autorretrato.

La destrucción de arte sacro posiblemente no sea sólo inquina a la dimensión espiritual del hombre. Aunque comprendamos la lógica de la iconoclasia, sigue pasmándonos que se pulvericen las imágenes veneradas de otras culturas y aun, en el desarreglo español, del vasto subconjunto del país al que aborreces. Los budas de Bamiyán son ejemplificación del encono islámico y de su hambre de exclusividad, nacida del despecho y del complejo de inferioridad. Los milicianos de nuestra II República protagonizaron otro tanto, al acabar con retablos barrocos muy preciados o convertir templos que constituían joyas artísticas en cuadras y galpones. La patología es idéntica. Y todavía hay quien atribuye tal pulsión al atraso social y a la incultura, como si a las variantes coetáneas de esa misma zafiedad o filiación partidista, que invocan con ufanía su posesión del BOE y agitan con delectación títulos académicos que son una filfa, les hayan entrado ganas de escuchar a Palestrina o de leer a Zubiri desde que llevan el riñón forrado “por voluntad popular”.

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Salvador González Anaya

El 11 y 12 de mayo de 1931, apenas estrenándose la II República, los comunistas malagueños, que no el pueblo de Málaga, queman casi medio centenar de iglesias, conventos, asilos y colegios religiosos, acabando con buena parte del patrimonio cultural amparado por la iglesia. Ello incluye esculturas de primer nivel, cuadros de grandes maestros como Alonso Cano, objetos de culto, libros, documentos y registros parroquiales. Lo que pillan. Uno de los cabecillas era el concejal comunista Andrés Rodríguez, que, como alguien le suplicara que respetase el Santo Cristo de Mena, repuso: “Aquí se quema todo.” ¡Bonita manera de estrenar el nuevo régimen político! Plasma con precisión galdosiana estos hechos Salvador González Anaya en su novela Las vestiduras recamadas, de 1932, que posee la inusitada ventaja de haber sido escrita cuando la contienda española era inimaginable. Nuestro autor, encuadrable en la Generación del 98, fue dos veces alcalde de Málaga y miembro de número de la Real Academia Española, si bien no debe sorprendernos su cancelación. Parafraseando a Heine, se diría que las leyes de “Memoria Histórica” son el último clavo en el ataúd del olvido, el engaño y la manipulación.

¿En nombre de qué nos caen estas salvajadas? De la lucha de clases, por supuesto, que es como decir una peculiar “guerra santa” contra el cristianismo, el liberalismo o la economía de mercado. De esa limpieza étnica que exige abolir a los que representan otras maneras de vivir, cuyas convicciones displacen a los progresistas y cuyas propiedades resultan codiciables. Empero, con qué justificaciones más chuscas vienen los apologetas. Que si la moral sexual católica, que si Torquemada. ¡Habrase visto! ¿Son más comprensivos en materia venérea los integristas musulmanes, los homófobos de pensamiento, palabra y obra como MarxStalinMaoCastro o Salvador Allende? La Inquisición existió en toda Europa. Pero la más garantista y benigna, la que menos muertes causó, fue la española. Lo explicita el historiador judeo-británico Henry Kamen, el mayor experto mundial en la materia. Como fue España, con palpable diferencia, el país europeo en el que se quemaron menos brujos y brujas. Pero el progresismo carpetovetónico, erre que erre, preso de una epigenética del comportamiento que no atiende ni a datos ni a razones. Y que al delirio fabulador endosa el rótulo de “memoria histórica”.

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Henry Kamen

Por reivindicar la España católica como espacio no precisamente oscurantista y monolítico, ahí tenemos a la Escuela de Salamanca, viva demostración de que los incontestables logros de nuestro Siglo de Oro no se circunscribían al dominium terrae o a la mejor literatura en verso y prosa del momento, sino que incluían el más avanzado pensamiento teológico, filosófico o económico. O ahí está, como muestra de pluralismo indubitable, el insólito ascendiente de Fray Bartolomé de las Casas, no necesariamente para bien, si tenemos en cuenta el perjuicio injusto que consiguió causarle a Juan Ginés de Sepúlveda, un erudito harto más culto, polifacético y lúcido que el dominico, y menos exacerbado a la hora de argumentar.

Pero volvamos a los voluntariosos aspirantes a exterminar a la burguesía y a la clase alta, tal vez por considerarlos pertenecientes a una especie no deseable. En la devastación de obras de arte religiosas se diría que late un mórbido rencor hacia España, su honroso pasado, su acervo artístico, su significación histórica, una estampida hacia delante que implica una “revolución cultural” de instinto parecido a la desatada por Mao y la Banda de los Cuatro entre 1966 y 1976. Fue una represalia contra el pueblo chino por haber tenido éste el mal gusto de morirse masivamente de hambre como consecuencia del desastre alimentario y social que supuso el Gran Salto Adelante de pocos años antes (que el presidente Sánchez utilice ese sintagma para anunciar su política próxima da la medida de su sapiencia). Fulminar lo existente hasta la raíz, asesinar a quienes puedan recordar épocas anteriores y poner a cero los relojes siempre fue anhelo de los revolucionarios.

Aún sentimos en nuestras retinas y en nuestros corazones la pavorosa actuación del ISIS en esa Mesopotamia que es la cuna de toda civilización. El joven y brillante estudioso Aaron Tugendhaft ha demostrado en The Idols of ISIS. From Assyria to the Internet (Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 2020) que, junto al medievalismo y la bestialidad de estos yihadistas, hay también lucro y propaganda política de última generación, puesto que a la par que se filman y se cuelgan en la red las demoliciones y voladuras en museos y recintos arqueológicos, se saquean los pequeños objetos para su venta ilegal. Se trata de obtener el máximo rendimiento con el menor desgaste. De arruinar siglos o milenios de civilización con el matonismo de un advenedizo que, porque es capaz de romper, quemar, profanar y humillar, considera que está a su alcance reinventar el pasado y difundir a los cuatro vientos una mitología tan tenebrosa como refutable.

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Partiendo de un adanismo de este tipo, nuestros próceres sobrevenidos aspiran a dejar su impronta. Para ello no debe sobrevivir recuerdo de esplendor anterior alguno. El antiespañolismo es eso. De ahí que los micro-nacionalismos separatistas y románticos, de pedigrí tan reciente, sean del agrado de esa izquierda antinacional y antipatriótica, reñida con la identidad española, cuya existencia negarán una y mil veces. Acaso no sea ya de tan buen tono quemar retablos, libros y pinturas, o masacrar curas y monjas como lo fue en la Guerra Civil, y se considere más socorrido arremeter contra lo español a través de la adulteración educativa, la segregación lingüística y la obliteración de los iconos culturales. A tal estrategia se suman tanto la comezón de quienes se saben incultos y vulgares como la impagable aportación de deshonestos historiadores, novelistas, cineastas y divulgadores, empeñados en jalear, como Almudena Grandes, la hiperhidrosis del miliciano lujurioso. Pues, al haber ciudadanos de bien que aman a España y la defienden, atacarla comporta una voluptuosidad vestida de deber revolucionario.

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José Calvo Poyato./Foto: Irene Lucena

Y junto a la operación de propaganda de los universitarios tratando de negar algo tan evidente como la aniquilación deliberada del arte y de vidas tan emblemáticamente ilustradas como la de Ramiro de Maeztu, que no falte la antipropaganda contra Franco acusándole de bombardear ciudades indefensas (¡no será Cabra!) o de amenazar el Museo del Prado, cuando lo único cierto es que la intervención republicana en el Prado que urde Timoteo Pérez Rubio es un disparate que describe a la perfección José Calvo Poyato en El milagro del Prado (Madrid: Arzalia, 2018). Obviamente el gran logro del dictador, concluida la guerra, es recuperar los cuadros de Suiza y restituir a sus propietarios legítimos parte de lo que no había sido vandalizado o robado por los republicanos del yate VITA, quienes antes de huir al exilio vaciaron las cajas de seguridad de los bancos y los bienes privados que contenían. Previamente, como es sabido, se habían apropiado del tesoro numismático español, más de 160.000 monedas albergadas en el Museo Arqueológico Nacional.

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San Juan Bautista en Hinojosa del Duque

Para terminar, y dada la ubicación cordobesa, viajaremos al Valle de Los Pedroches. Todas sus bellas iglesias contienen retablos franquistas, por si los socialcomunistas de hoy, los que dicen querer eliminar también los pantanos, no se han apercibido. Se trata de retablos estéticamente dignos, aunque humildes, que fueron aportados por el esfuerzo reconstructor del franquismo para sustituir a los que hubo antes, los artísticamente valiosos, los primorosos retablos barrocos. Que fueron, claro, sistemáticamente arrasados por los socialcomunistas de los años treinta.

Bernd Dietz

BERND DIETZ (Alcalá de Henares, 1953) es hombre de libros y de letras. Tricultural en español, alemán e inglés. Ganó su primera cátedra de universidad, en filología inglesa, con 33 años. Siendo joven publicó profusamente poesía, crítica literaria, traducciones de clásicos y periodismo, hasta que aprendió modestia. Actualmente dirige el Círculo Liberal de Andalucía.

La Voz de Córdoba.es

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