Con la ley en la mano, Pedro Sánchez podría jubilarse como presidente en funciones porque el artículo 99 de la Carta Magna dejó abierta una grieta de plazos. Los constituyentes no previeron -por ser bien pensados- que el aspirante a la investidura pudiese recibir el encargo sin tener amarrados previamente los apoyos necesarios.
Ocurrió por primera vez en 1996, cuando el Rey Juan Carlos encomendó formar Gobierno a Aznar y éste cerró en dos semanas el pacto con Pujol que le permitió arrancar el mandato. Pero desde 2016, el derrumbe del bipartidismo obliga a Felipe VI a moverse en un incómodo limbo que deja al postulante la responsabilidad de activar el llamado «reloj de la democracia»: la votación que abre la cuenta atrás para obtener una mayoría, absoluta o relativa, en la Cámara.
Esa decisión del Monarca implica un depósito de confianza que en último término depende de que el designado cumpla su palabra. Pero por absurdo que parezca, el candidato puede en teoría demorar a su antojo la tarea sin que el jefe del Estado disponga de posibilidad alguna de fijarle fecha o de retirarle la encomienda. Ésa es la situación actual: el bloqueo elevado a la enésima potencia.
Tras las elecciones de abril, Sánchez tardó tres meses en presentarse ante el Parlamento. Se comprende que tras fallar dos intentos sienta recelos de volver a naufragar en un tercero, pero más allá de un plazo razonable incurriría en abuso fraudulento, en un manejo doloso de la Constitución del que sería cómplice la presidenta del Congreso.
El problema es que lo ha fiado todo a un apaño con el nacionalismo insurrecto, que no sólo no le va a poner fácil el acuerdo sino que trata de llevarlo a una guerra de nervios administrando a su conveniencia los tiempos. Con otras alternativas a su alcance, ha elegido los socios menos leales y más inciertos, y si se estrella en el empeño no tendrá derecho moral a pedir que los partidos liberales lo saquen del aprieto, por más que haya metido en él al país entero.
Porque el presidente sólo es leal a sí mismo, a una ambición personal en cuyo servicio supedita la estabilidad de las instituciones y somete el orden político y hasta el jurídico a la tensión de un conflicto continuo, en el que ha llegado a repetir unas elecciones por capricho y a legitimar una sedición sentándose a negociar con el independentismo.
Su carencia de principios ha hecho de la fullería un patrón de conducta, un método y un estilo. Se ha llevado por delante el prestigio de la universidad, el consenso parlamentario, el crédito de su propia palabra, la dignidad de la nación y la del Estado; y ahora, salvo que le haya dicho al Rey algo que él sepa y los demás ignoramos, ha arrastrado a la Corona al límite de su papel de árbitro en un proceso de investidura opaco.
Tal vez salga elegido, pero con esos trazos el futuro sólo puede pintar el retrato de un fracaso.
Ignacio Camacho ( ABC )
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