sábado, 15 de mayo de 2010

La Justicia, de enhorabuena

Corruptio optimi, pessima. El adagio latino se puede aplicar perfectamente a quienes, como los jueces prevaricadores, vulneran la Ley y arruinan la fe del ciudadano en la Justicia. Nada hay peor que un garante del Estado de Derecho aprovechándose de su toga y su autoridad. Ningún delito más infamante para un servidor de la Justicia que la prevaricación, adoptar una resolución injusta a sabiendas. Y un magistrado español, Baltasar Garzón Real, acumula el negro récord de ser el único con tres causas abiertas en el Tribunal Supremo por ese motivo. Aunque tardíamente, y tras diversas triquiñuelas del propio Garzón para impedirlo, el Consejo General del Poder Judicial le suspendió ayer, una vez que el Supremo ha abierto juicio oral contra él, por una de esas tres causas, las fosas del franquismo. Garzón se ha quedado sin subterfugios, aunque el CGPJ no se haya pronunciado aún sobre su traslado al Tribunal de la Haya. Si lo autorizara, por cierto, dejaría un regusto a impunidad difícil de explicar.



La Justicia sigue su curso con los tres procesos contra el juez (las fosas del franquismo, los cobros del Banco Santander y la autorización de escuchas de Gürtel), pero una vez que ha sido suspendido cautelarmente –hasta que haya sentencia firme– por el órgano de gobierno de los jueces, de momento se acabó Garzón y las garzonadas que han enturbiado la vida judicial de las últimas tres décadas, empañando con sombras las luces que es de justicia reconocerle al magistrado.


Lo cual es una buena noticia para los ciudadanos y para la Justicia española. Y mala para la clase de corifeos políticos y mediáticos que han puesto la mano en el fuego por Garzón, presentándolo poco menos que una especie de Juana de Arco de la progresía inmolada en la pira de los inquisidores ideológicos. La decisión del Supremo de sentarle en el banquillo y del CGPJ de echarlo de la carrera judicial deja en evidencia a políticos cadavéricos como la vice Fernández, o con muy mal color como el propio Zapatero, ministros como Alonso y Jiménez, ex fiscales como Jiménez Villarejo, secretarios de Estado como Gaspar Zarrías, que no dudó en presionar al Supremo pisoteando el cadáver de Montesquieu; medios de comunicación como Prisa –y anteriormente otros colegas periodísticos hipnotizados por el encantador de serpientes–, y otros panegiristas hechizados por el hombre que veía amanecer.


Pero los tribunales han puesto las cosas en su sitio, quitándoles la coartada ideológica que pudieran esgrimir para defender lo indefendible. Baltasar Garzón no se sienta en el banquillo por sus simpatías con la izquierda progre, o por una revancha del Antiguo Régimen que sólo existe en la imaginación de sus bardos. Se sienta porque no ha respetado la Ley. Punto. Incurrió en presunta prevaricación por investigar las fosas del franquismo, al no tener en cuenta la Ley de Amnistía de 1977; incurrió en presunta prevaricación por inadmitir una querella contra el presidente de la entidad bancaria que le había dado dinero durante su estancia en Nueva York, lo que implica además presunto delito de cohecho; incurrió en presunta prevaricación por autorizar escuchas de las conversaciones entre abogados y los encarcelados de la trama Gürtel, vulnerando un principio básico como el de defensa. Errores de libro que un magistrado con 30 años de carrera como él debería saberse al dedillo. Nada ideológico, pues, sino técnico. Y que, por cierto, no es nuevo: en su hoja de servicios figuran algunas instrucciones tan chapuceras como la del caso Nécora contra el narcotráfico o el de Ucifa. Su insaciable sed de gloria y de telediario le perdía.


Pero la trayectoria de Garzón demuestra que su carrera es algo más que una sucesión de chapuzas técnicas. Ha estado marcada por una parcialidad incompatible con la maza de juez. Desde su paso por la política –en las listas del PSOE– hasta el intento de tapar el caso Faisán, pasando por el disparate de querer sentar a Aznar ante el Tribunal de La Haya. La prueba de que tiene una doble vara de medir es que utiliza la ley como le conviene. Apeló a la Ley de Amnistía para no perseguir a Carrillo hace una década; y se la deja en el tintero para investigar las fosas del franquismo. Dictó la orden de detención contra un Pinochet retirado del poder, logrando inmediato eco internacional, pero dio carpetazo a denuncias contra otros dictadores en activo, como Castro u Obiang.


Esgrimió la ley para desenmascarar los GAL y luchar eficazmente contra ETA –actuaciones meritorias que quedan para la Historia–, pero la ha vulnerado al excarcelar recientemente a Díaz Usabiaga, cerebro de la banda terrorista, con insostenibles excusas, en un contexto muy concreto de negociación del Gobierno con los asesinos. Por no hablar del ostentoso amiguismo en el que ha incurrido en los últimos años (las cacerías compartidas con el ex ministro de Justicia Bermejo o el policía de Gürtel). El afán de protagonismo le llevó a regirse por su propia conveniencia en lugar de atenerse a la única regla válida para un juez, el imperio de la ley. La izquierda radical ha tratado de convertirlo ahora en un referente (no se sabe muy bien de qué) y un Gobierno grogui ha querido instrumentalizarlo. Pero todo eso se les ha acabado a unos y a otro. La Justicia ha hablado en dos instancias con elocuente coincidencia. El Supremo le imputa por prevaricación, por unanimidad. Y el CGPJ lo acaba de suspender de la carrera judicial, por unanimidad. Lo cual demuestra que, después de todo, nadie está por encima de la Ley, ni siquiera Garzón.


Editorial de La Gaceta

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